Bienvenidos a Alflolol
Saturday, February 07, 2009
Saturday, January 20, 2007
Un tipo con suerte I: lo malo
Jean Van Hamme es un tipo con suerte. Goza de un enorme prestigio como guionista de tebeos (BD, dicen en Francia) sin haber ideado apenas una historia propia que narrar. Su estrategia es muy simple: escoge dos historias de eficacia demostrada y las mezcla en una sola. Si el batiburrillo es muy evidente, introduce algún elemento marginal de una tercera, para disimular. La gente adora no sentirse decepcionada, y cómo puede defraudar una historia que ya sabes que gusta. Además, cualquier crítica puede silenciarse con los manidos comodines del “homenaje” y del “todo está contado”.
Si alguien lee XIII, encontrará una trama calcada a la de “El caso Bourne” de Robert Ludlum (más que la película homónima, por cierto) pero en un ámbito que recuerda al del asesinato de Kennedy. Para que no todo sea igual, el desarrollo de la aventura se complementa con la actualización de la etapa “Angel Face” en El teniente Blueberry. La serie arrasa, por supuesto.
Si leen El gran poder del Chninkel, encontrarán la historia de Jesucristo unida al diseño y parte del argumento de Cristal Oscuro, más un cameo del monolito de 2001 interpretando a Dios.
Si leen Thorgal, tendrán el aliciente de descubrir cuál es la fuente de inspiración de cada nueva historia, e incluso pueden llevarse, en ocasiones, alguna sorpresa. Las sorpresas son la estupenda saga del País QA y, por supuesto, "Loba".
Uno de los principales problemas de Thorgal, como serie, radica en el carácter arquetípico de su héroe, terriblemente unidimensional y, sobre todo, soso. Cándido hasta la estupidez, incansablemente hermoso, carente de matices más allá de la carita de pena. Este carácter plano se hace hasta doloroso en “El señor de las montañas”, historia que gira, más allá de su trillado truco argumental sobre paradojas temporales, en torno al amor a tres bandas entre una joven montañesa, el inefable vikingo y un joven recién huido de la esclavitud, triangulo que pronto pierde todo interés porque a la absoluta superioridad física y espiritual de Thorgal se opone un joven esquemáticamente malvado, capaz de crueldades fuera de toda coherencia argumental con tal de ceder a su contrincante la oportunidad de ser siempre el héroe impecable de siempre.
El otro problema, especialmente en sus últimos diez años, es la escasa variedad de tramas que Van Hamme le ha introducido. Casi siempre, Thorgal es hecho prisionero, generalmente por antiguos descendientes de la familia espacial a la que pertenece. Casi siempre es engañado con tretas infantiles, y casi siempre encuentra a un rebelde dispuesto a morir en su ayuda o a un lugarteniente mezquino. También, por supuesto, suele encontrar algún precipicio por donde el malvado se despeñe casualmente y la historia le libre de su obligación tipológica, esto es, enfrentarse al oponente y vencerlo. Thorgal nunca se mancha las manos, siempre tiene al guionista para hacerlo por él.
Si alguien lee XIII, encontrará una trama calcada a la de “El caso Bourne” de Robert Ludlum (más que la película homónima, por cierto) pero en un ámbito que recuerda al del asesinato de Kennedy. Para que no todo sea igual, el desarrollo de la aventura se complementa con la actualización de la etapa “Angel Face” en El teniente Blueberry. La serie arrasa, por supuesto.
Si leen El gran poder del Chninkel, encontrarán la historia de Jesucristo unida al diseño y parte del argumento de Cristal Oscuro, más un cameo del monolito de 2001 interpretando a Dios.
Si leen Thorgal, tendrán el aliciente de descubrir cuál es la fuente de inspiración de cada nueva historia, e incluso pueden llevarse, en ocasiones, alguna sorpresa. Las sorpresas son la estupenda saga del País QA y, por supuesto, "Loba".
Uno de los principales problemas de Thorgal, como serie, radica en el carácter arquetípico de su héroe, terriblemente unidimensional y, sobre todo, soso. Cándido hasta la estupidez, incansablemente hermoso, carente de matices más allá de la carita de pena. Este carácter plano se hace hasta doloroso en “El señor de las montañas”, historia que gira, más allá de su trillado truco argumental sobre paradojas temporales, en torno al amor a tres bandas entre una joven montañesa, el inefable vikingo y un joven recién huido de la esclavitud, triangulo que pronto pierde todo interés porque a la absoluta superioridad física y espiritual de Thorgal se opone un joven esquemáticamente malvado, capaz de crueldades fuera de toda coherencia argumental con tal de ceder a su contrincante la oportunidad de ser siempre el héroe impecable de siempre.
El otro problema, especialmente en sus últimos diez años, es la escasa variedad de tramas que Van Hamme le ha introducido. Casi siempre, Thorgal es hecho prisionero, generalmente por antiguos descendientes de la familia espacial a la que pertenece. Casi siempre es engañado con tretas infantiles, y casi siempre encuentra a un rebelde dispuesto a morir en su ayuda o a un lugarteniente mezquino. También, por supuesto, suele encontrar algún precipicio por donde el malvado se despeñe casualmente y la historia le libre de su obligación tipológica, esto es, enfrentarse al oponente y vencerlo. Thorgal nunca se mancha las manos, siempre tiene al guionista para hacerlo por él.
(Próximamente, lo bueno)
Sunday, November 05, 2006
Sobre finales Infiltrados
(Ojo: habrá grandes spoilers)
En más de una ocasión, Jorge Luis Borges manifestó su preferencia por la novela popular, la novela de género, frente a la novela culta de realismo psicológico. Decía que el supuesto respeto hacia el carácter aleatorio de la realidad del que hacia gala la primera era tan sólo una coartada para justificar cualquier capricho argumental de un autor. Sin embargo, añadía, la novela de género ofrecía la dificultad del respeto a las convenciones adquiridas. Lo realmente admirable, continuaba, era poder ser brillante sin apartarse de las normas afianzadas por la tradición.
Igualmente, existe la creencia de que un final terrible (se le suele llamar trágico, y así se le emparienta con una antigua y memorable tradición dramática, aunque no siempre son términos sinónimos) es, en términos abstractos, mejor que un final alegre. Especialmente en las historias que incluyen alguna reflexión social. Se arguye que el final feliz es evasivo, contenta al espectador y le impide actuar en consecuencia. Se considera entonces que la indignación del espectador ante la desgracia del personaje ficticio es, por el contrario, una acción social en sí misma, cuando lo habitual es lo contrario. El espectador, orgulloso ante su pathos, no realiza otra acción social que congraciarse consigo mismo por su empatía sufriente, y se marcha a casa tan satisfecho como aquél que se emociona con el triunfo del héroe. Ambos finales, por tanto, tienden a ser igualmente escapistas.
Todo esto viene a cuento del final de la historia que cuenta Martín Scorsese en su última y estupenda película THE DEPARTED (Infiltrados). Durante dos horas, la historia se mueve dentro de los márgenes del género policíaco, enfatizando el tono de divertimento, de producto gracias a las caricaturas de algunos de sus personajes, como el predecible Nicholson o el malhablado Whalberg, por no hablar de lo tópico de muchas de las situaciones que desarrolla la trama (la facilidad de Di Caprio para introducirse en la banda; la fe inquebrantable de Baldwin hacia Matt Damon, quien en la última media hora sólo le falta una camiseta con la leyenda “soy el topo” para subrayar más su condición dentro de la policía; la historia de amor a tres bandas...). Todo huele a convención, superada por el talento visual y rítmico de Scorsese y por el vitriólico humor de los diálogos y las imágenes.
Y, de repente, en los últimos diez minutos decide ponerse social, metafórico y trascendente. Desde el principio de la película se nos han mostrado los casos paralelos y desiguales de los dos protagonistas. Uno, favorecido por el mafioso, es el personaje negativo, el “malo”. Cuenta con el apoyo de la policía y es quien ostenta el poder. Otro, maldecido por el pasado de su familia, es el personaje positivo, el “bueno”. Está en desventaja, no tiene poder ni amigos en la policía, y su objetivo es vencer a Damon. En su primer enfrentamiento cara a cara, casi al final de la película, Damon (mejor, un secuaz), le pega un tiro y se acabó (o casi).
No dudo que, como dije, es un final terrible... “trágico”, culturalmente muy valorado por su “negrura” social. Incluso le reconozco que no es un final comercial, entendido como concesión al espectador. Pero es también un final muy común en cierto cine policiaco contemporáneo, y casi diría que una concesión a cierta crítica, que admirará sin paliativos la valentía de ese final (la misma crítica a quien dirige Fernando león sus películas sobre prostitutas fantásticas que recitan monólogos pseudo-filosóficos). Pero reconozcamos que, partiendo de la premisa inicial de la película, es el menos complicado de escribir, de pensar, y de realizar. Lo realmente difícil, a nivel de escritura –y ahora se entenderá mi referencia a Borges- era encontrar una salida brillante a la situación de Di Caprio, que podría haber recibido ese tiro desde el principio de la película, o al menos desde la redada en la que Damon da el golpe mortal a su protector, momento en el que la película todavía mantenía un metraje inferior a las dos horas.
Y conste que no me molesta que acabe mal. Pero sí que acabe mal así. Por un momento, mientras se abría el ascensor, pensé que sería ella la que traicionaría a Di Caprio y le dispararía. Así, al menos, se justificaría su presencia en el film, y cobrarían sentido sus referencias a la mentira necesaria “para mantener la estabilidad”. Y sería un desenlace igual de negro... pero algo más complejo. El que aparece en pantalla, sin embargo, me parece propio de guionistas perezosos que conocen las convenciones de ciertos espectadores satisfechos de su propio progresismo.
Igualmente, existe la creencia de que un final terrible (se le suele llamar trágico, y así se le emparienta con una antigua y memorable tradición dramática, aunque no siempre son términos sinónimos) es, en términos abstractos, mejor que un final alegre. Especialmente en las historias que incluyen alguna reflexión social. Se arguye que el final feliz es evasivo, contenta al espectador y le impide actuar en consecuencia. Se considera entonces que la indignación del espectador ante la desgracia del personaje ficticio es, por el contrario, una acción social en sí misma, cuando lo habitual es lo contrario. El espectador, orgulloso ante su pathos, no realiza otra acción social que congraciarse consigo mismo por su empatía sufriente, y se marcha a casa tan satisfecho como aquél que se emociona con el triunfo del héroe. Ambos finales, por tanto, tienden a ser igualmente escapistas.
Todo esto viene a cuento del final de la historia que cuenta Martín Scorsese en su última y estupenda película THE DEPARTED (Infiltrados). Durante dos horas, la historia se mueve dentro de los márgenes del género policíaco, enfatizando el tono de divertimento, de producto gracias a las caricaturas de algunos de sus personajes, como el predecible Nicholson o el malhablado Whalberg, por no hablar de lo tópico de muchas de las situaciones que desarrolla la trama (la facilidad de Di Caprio para introducirse en la banda; la fe inquebrantable de Baldwin hacia Matt Damon, quien en la última media hora sólo le falta una camiseta con la leyenda “soy el topo” para subrayar más su condición dentro de la policía; la historia de amor a tres bandas...). Todo huele a convención, superada por el talento visual y rítmico de Scorsese y por el vitriólico humor de los diálogos y las imágenes.
Y, de repente, en los últimos diez minutos decide ponerse social, metafórico y trascendente. Desde el principio de la película se nos han mostrado los casos paralelos y desiguales de los dos protagonistas. Uno, favorecido por el mafioso, es el personaje negativo, el “malo”. Cuenta con el apoyo de la policía y es quien ostenta el poder. Otro, maldecido por el pasado de su familia, es el personaje positivo, el “bueno”. Está en desventaja, no tiene poder ni amigos en la policía, y su objetivo es vencer a Damon. En su primer enfrentamiento cara a cara, casi al final de la película, Damon (mejor, un secuaz), le pega un tiro y se acabó (o casi).
No dudo que, como dije, es un final terrible... “trágico”, culturalmente muy valorado por su “negrura” social. Incluso le reconozco que no es un final comercial, entendido como concesión al espectador. Pero es también un final muy común en cierto cine policiaco contemporáneo, y casi diría que una concesión a cierta crítica, que admirará sin paliativos la valentía de ese final (la misma crítica a quien dirige Fernando león sus películas sobre prostitutas fantásticas que recitan monólogos pseudo-filosóficos). Pero reconozcamos que, partiendo de la premisa inicial de la película, es el menos complicado de escribir, de pensar, y de realizar. Lo realmente difícil, a nivel de escritura –y ahora se entenderá mi referencia a Borges- era encontrar una salida brillante a la situación de Di Caprio, que podría haber recibido ese tiro desde el principio de la película, o al menos desde la redada en la que Damon da el golpe mortal a su protector, momento en el que la película todavía mantenía un metraje inferior a las dos horas.
Y conste que no me molesta que acabe mal. Pero sí que acabe mal así. Por un momento, mientras se abría el ascensor, pensé que sería ella la que traicionaría a Di Caprio y le dispararía. Así, al menos, se justificaría su presencia en el film, y cobrarían sentido sus referencias a la mentira necesaria “para mantener la estabilidad”. Y sería un desenlace igual de negro... pero algo más complejo. El que aparece en pantalla, sin embargo, me parece propio de guionistas perezosos que conocen las convenciones de ciertos espectadores satisfechos de su propio progresismo.
Friday, September 29, 2006
Maravillas de la condición humana
Mi alma ha entrado en una profunda desazón. Ardo en contradicciones. Hace más de quince años que detesto, de-tes-to, a Enrique Bunbury. Es más fuerte que yo. Es algo visceral. Seguramente hay un elemento psicopatológico en mi aversión hacia él. Pero no puedo evitarlo.
Sin embargo, soy un rendido admirador de Nacho Vegas; en los últimos tres años sus discos me han proporcionado la mayor de las alegrías -si alegría fuese la palabra conveniente- que el panorama musical español podría proporcionarme.
Ahora, los dos, Vegas y Bunbury, han sacado un disco conjunto. Y yo ya no duermo por las noches.
¿Qué puede ser mejor que ver crecer la hierba?
Un chico indeciso amante de la música folklórica. Dos muchachas: las dos inteligentes, las dos decididas. Puede que una más que otra. Una novia con mal carácter. El verano. La playa. ¿Es posible crear una obra maestra – o al menos una película memorable- con estos materiales? La respuesta será afirmativa siempre que detrás de la cámara se encuentre ese milagroso anciano juvenil a quien nunca agradeceremos lo bastante el haber filmado las Comedias y proverbios o los Cuentos Morales. Por supuesto, estoy hablando de Eric Rohmer.
Rohmer jamás se librará del sambenito endosado por Gene Hackman en una película que pasará a la posteridad casi exclusivamente por la frase que le alude. “Un vez vi una película de Rohmer. Era como ver crecer la hierba.” En efecto. Y somos muchos los que adoramos ver crecer la hierba. Bien es cierto que sus últimas películas no han estado a la altura de su extraordinaria filmografía anterior, entre otras cosas, quizá, porque han abandonado el juego en el que mejor se mueve: los intrincados movimientos de la intriga amorosa en el contexto de la más absoluta cotidianeidad. Su última maravilla, al menos para este ferviente admirador suyo, fue el tercero de los “Cuentos de las cuatro estaciones”, el de verano. Una película que no me canso de revisar y disfrutar. Una cancioncilla que no dejo de tararear cuando estoy sumamente alegre.
Rohmer ha ido elaborando a lo largo de su vida un ciclo fílmico que muestra, mediante la variación relativa a partir de unas constantes determinadas, las distintas formas de encarar el mundo de los distintos tipos de personas que han atravesado las décadas que van de finales de los 60 hasta los 90. Y lo ha hecho tomando como foco el ámbito del deseo y del compromiso, el momento en que un hombre o una mujer deben tomar una decisión que, por trivial que resulte en términos generales, pone en cuestión su propia identidad como personas. Y lo hace con un envidiable tono festivo, sin grandes amonestaciones, sin sermones moralistas. Sólo con una irónica sonrisa que nunca es condenatoria o de superioridad. Sus historias se centran en jóvenes que pasan el verano en la playa, en chicas que buscan un compañero en mitad del invierno, en hombres maduros que planean una conquista sexual y en mujeres que investigan entre los hombres que las desean qué pueden aportarles ellos. Y a través de sus peripecias muestra cómo todos nosotros podemos mentirnos, traicionarnos, vendernos y humillarnos, caer en el ridículo o imponernos sobre un amigo, huir acobardados o resultar ser más valientes de lo que pensamos. Toda una teoría política y moral mostrada a un nivel extremadamente íntimo, y por ello tal vez decisivo, porque no es en los grandes discursos donde el ser humano muestra su ética, sino en las pequeñas decisiones cotidianas, y muy especialmente en aquellas que implican al otro, aquél en quien proyectamos nuestro deseo.
Rohmer logra lo impensable, esto es, poner en escena procesos invisibles del comportamiento, desplegarlos ante el espectador sin abandonar nunca su festiva ambigüedad. ¿Cuántos cineastas serían capaces de mostrar lo que él muestra en la parte central de “La mujer del aviador”? Una conversación trivial en un parque entre dos jóvenes ante la cual el espectador percibe, siempre con enorme incertidumbre, una resplandeciente historia de amor truncado. Comunicación y lenguaje totalmente disociados vagan por la pantalla esperando a que el público entienda lo que no se muestra abiertamente. Porque en Rohmer el lenguaje es una máscara, y nunca dice lo que realmente quiere expresar. Es tan sólo un camuflaje, y pocos directores, por no decir ninguno, ha conseguido como él lo hacía mostrar el subtexto de cada gesto rutinario o de la más indiferente despedida. Y siempre, como digo, con una enorme sonrisa comprensiva, aunque levemente irónica.
A todos nos gustaría estar en alguna de su playas o de sus expediciones en el campo, y mentirnos, y traicionarnos, y descubrir que no somos tan fuertes como creíamos de la misma manera y con la misma alegría con la que el suele expresarlo.
¡Amamos tanto a Rohmer!
Rohmer jamás se librará del sambenito endosado por Gene Hackman en una película que pasará a la posteridad casi exclusivamente por la frase que le alude. “Un vez vi una película de Rohmer. Era como ver crecer la hierba.” En efecto. Y somos muchos los que adoramos ver crecer la hierba. Bien es cierto que sus últimas películas no han estado a la altura de su extraordinaria filmografía anterior, entre otras cosas, quizá, porque han abandonado el juego en el que mejor se mueve: los intrincados movimientos de la intriga amorosa en el contexto de la más absoluta cotidianeidad. Su última maravilla, al menos para este ferviente admirador suyo, fue el tercero de los “Cuentos de las cuatro estaciones”, el de verano. Una película que no me canso de revisar y disfrutar. Una cancioncilla que no dejo de tararear cuando estoy sumamente alegre.
Rohmer ha ido elaborando a lo largo de su vida un ciclo fílmico que muestra, mediante la variación relativa a partir de unas constantes determinadas, las distintas formas de encarar el mundo de los distintos tipos de personas que han atravesado las décadas que van de finales de los 60 hasta los 90. Y lo ha hecho tomando como foco el ámbito del deseo y del compromiso, el momento en que un hombre o una mujer deben tomar una decisión que, por trivial que resulte en términos generales, pone en cuestión su propia identidad como personas. Y lo hace con un envidiable tono festivo, sin grandes amonestaciones, sin sermones moralistas. Sólo con una irónica sonrisa que nunca es condenatoria o de superioridad. Sus historias se centran en jóvenes que pasan el verano en la playa, en chicas que buscan un compañero en mitad del invierno, en hombres maduros que planean una conquista sexual y en mujeres que investigan entre los hombres que las desean qué pueden aportarles ellos. Y a través de sus peripecias muestra cómo todos nosotros podemos mentirnos, traicionarnos, vendernos y humillarnos, caer en el ridículo o imponernos sobre un amigo, huir acobardados o resultar ser más valientes de lo que pensamos. Toda una teoría política y moral mostrada a un nivel extremadamente íntimo, y por ello tal vez decisivo, porque no es en los grandes discursos donde el ser humano muestra su ética, sino en las pequeñas decisiones cotidianas, y muy especialmente en aquellas que implican al otro, aquél en quien proyectamos nuestro deseo.
Rohmer logra lo impensable, esto es, poner en escena procesos invisibles del comportamiento, desplegarlos ante el espectador sin abandonar nunca su festiva ambigüedad. ¿Cuántos cineastas serían capaces de mostrar lo que él muestra en la parte central de “La mujer del aviador”? Una conversación trivial en un parque entre dos jóvenes ante la cual el espectador percibe, siempre con enorme incertidumbre, una resplandeciente historia de amor truncado. Comunicación y lenguaje totalmente disociados vagan por la pantalla esperando a que el público entienda lo que no se muestra abiertamente. Porque en Rohmer el lenguaje es una máscara, y nunca dice lo que realmente quiere expresar. Es tan sólo un camuflaje, y pocos directores, por no decir ninguno, ha conseguido como él lo hacía mostrar el subtexto de cada gesto rutinario o de la más indiferente despedida. Y siempre, como digo, con una enorme sonrisa comprensiva, aunque levemente irónica.
A todos nos gustaría estar en alguna de su playas o de sus expediciones en el campo, y mentirnos, y traicionarnos, y descubrir que no somos tan fuertes como creíamos de la misma manera y con la misma alegría con la que el suele expresarlo.
¡Amamos tanto a Rohmer!
Wednesday, September 27, 2006
NON OLET
Para muchos, el nombre de Rafael Sánchez-Ferlosio estará ligado a una casi olvidada mención en algún libro de texto, unida ineludiblemente al título de “El Jarama”, novela representativa de la narrativa de los años 60. En algunas zonas catalanas, se recordará que fue esa novela la que le arrebató el Premio Nadal a la impresionante “Bearn”, de Villalonga. Los más recientes le identificarán como hijo de Rafael Sánchez-Mazas, quien entre cosas fue miembro fundador de Falange y protagonista involuntario de “Soldados de Salamina”, con el rostro de Ramón Fontseré en la adaptación que hizo David Trueba.
Pero para otros –Bolaño, por ejemplo- es también uno de los mejores prosistas contemporáneos en lengua española, y lo cierto es que sigue siendo un auténtico placer adentrarse en cualquiera de los últimos libros de corte ensayístico que viene publicando en Destino, tanto por lo que en ellos dice como por la manera de decirlo, por cómo muestra sus ideas y por cómo, incluso, muestra al personaje que ha ido creando a partir de sí mismo en el texto impreso. Un placer que he vuelto experimentar estos días con Non Olet, conjunto de meditaciones sobre aspectos pecuniarios.
En este libro, el autor desglosa algunas de las diversas formas en que el desarrollo de la sociedad de consumo (aquí rebautizada como sociedad de producción, ya que es ésta la que determina aquélla, y no al revés) ha determinado la evolución de muchos comportamientos sociales, y en especial aquéllas mediante las cuales en el mundo contemporáneo la publicidad, el comportamiento publicitario, ha terminado por marcar nuestra manera de entender ese mundo.
La controversia por ampliar el calendario de apertura de los centros comerciales, la disolución de las reivindicaciones feministas en el mercado de los cosméticos o la esencia publicitaria de la rebeldía rockera son algunas de las reflexiones que plantea en el primer y extensísimo artículo, ciento cuarenta páginas tildadas de “introducción”. EN la segunda parte, “trabajo y ocio, encontramos tres reflexiones más cortas: una argumentación sobre el componente clasista que encierra cierto elogio estético de Simone de Beauvoir a la piel bronceada; otra sobre la fraudulenta interpretación que pudo tener aquella intervención de Juan Pablo II en la que aseguraba que el trabajo no era un pecado, sino una bendición; y una tercera en la que se habla de cómo el dinero purifica por sí mismo la fuente que lo ha producido (“no huele...aunque sea producto de la orina”, como reza el título). Y mucho más: un seguimiento de las relaciones entre la España Imperial y la producción de coca en el Potosí, un tirón de orejas a Vargas Llosa por sus afirmaciones en contra de los movimientos antiglobalización e incluso una nota explicativa de hasta ¡veinte páginas!
Pero para otros –Bolaño, por ejemplo- es también uno de los mejores prosistas contemporáneos en lengua española, y lo cierto es que sigue siendo un auténtico placer adentrarse en cualquiera de los últimos libros de corte ensayístico que viene publicando en Destino, tanto por lo que en ellos dice como por la manera de decirlo, por cómo muestra sus ideas y por cómo, incluso, muestra al personaje que ha ido creando a partir de sí mismo en el texto impreso. Un placer que he vuelto experimentar estos días con Non Olet, conjunto de meditaciones sobre aspectos pecuniarios.
En este libro, el autor desglosa algunas de las diversas formas en que el desarrollo de la sociedad de consumo (aquí rebautizada como sociedad de producción, ya que es ésta la que determina aquélla, y no al revés) ha determinado la evolución de muchos comportamientos sociales, y en especial aquéllas mediante las cuales en el mundo contemporáneo la publicidad, el comportamiento publicitario, ha terminado por marcar nuestra manera de entender ese mundo.
La controversia por ampliar el calendario de apertura de los centros comerciales, la disolución de las reivindicaciones feministas en el mercado de los cosméticos o la esencia publicitaria de la rebeldía rockera son algunas de las reflexiones que plantea en el primer y extensísimo artículo, ciento cuarenta páginas tildadas de “introducción”. EN la segunda parte, “trabajo y ocio, encontramos tres reflexiones más cortas: una argumentación sobre el componente clasista que encierra cierto elogio estético de Simone de Beauvoir a la piel bronceada; otra sobre la fraudulenta interpretación que pudo tener aquella intervención de Juan Pablo II en la que aseguraba que el trabajo no era un pecado, sino una bendición; y una tercera en la que se habla de cómo el dinero purifica por sí mismo la fuente que lo ha producido (“no huele...aunque sea producto de la orina”, como reza el título). Y mucho más: un seguimiento de las relaciones entre la España Imperial y la producción de coca en el Potosí, un tirón de orejas a Vargas Llosa por sus afirmaciones en contra de los movimientos antiglobalización e incluso una nota explicativa de hasta ¡veinte páginas!
Un libro de Sánchez Ferlosio se disfruta no sólo por la escrupulosa concreción de sus aserciones, matizadas y contextualizadas a lo largo de interminables periodos sintácticos llenos de incisos, y en los que jamás pierde el aliento expresivo ni la exactitud conceptual. No se disfruta por lo acertado de sus intuiciones, de una radical rebeldía, siempre sostenida por una razón visionaria. Ni siquiera sólo por las pullas que lanza contra algunos apóstoles de lo establecido, como por ejemplo Vargas Llosa. No; también se disfruta por esa pose de enrabietado y protestón que el personaje Ferlosio despliega por todas sus páginas y que permite momentos tan divertidos como ése en que, en mitad de la disertación sobre la manera en que la publicidad ha contaminado y poseído diversas manifestaciones de nuestra vida cultural, y tras advertirnos en varias ocasiones de que el rock no le interesa, que el cine le parece un arte imperfecto, o cualquier otro cáustico rechazo de la cultura popular, comienza a arremeter contra Sir Lawrence Olivier, quien según él padeció “la patética catástrofe artística” de, “en su desmedido afán por recomendarse y encarecerse a sí mismo como Gran Actor y, si no me equivoco, también como supremo intérprete de Chéspir”, acabar “por condenarse a representar, cualquiera que fuese el personaje que tenía que encarnar en cada caso, otro papel que el suyo propio de Gran Actor. [...] En todos los personajes que se le ofrecía representar jamás lograba ya encarnar otro papel que el del Gran Actor Sir Lawrence Olivier”.
Thursday, September 07, 2006
Saturday, September 02, 2006
ALATRISTE
Por fin se ha estrenado Alatriste, la adaptación cinematográfica del personaje creado por Pérez-Reverte. Como no podía ser menos, la campaña mediática (en España) ha sido tremenda y, por supuesto erróneamente ubicada: los telediarios no deberían hacer publicidad…aunque si ya la hacen de cualquier otra cosa. En fin. Cómo no, también, la critica ha mostrado hemorragias de placer ante esta nueva prueba de la grandeza de nuestra industria, capaz de hacer temblar a Hollywood y de ofrecer arte al espectador.
Pues va a ser que no.
Ya en una entrevista previa al director, Diaz-Yanes, sus declaraciones daban para la inquietud, pues sólo mencionaba la dificultad de adaptar fielmente el ambiente de Siglo de Oro (algo que, a grandes rasgos, el cine español –e incluso televisión española- ha llevado a cabo en varias ocasiones con éxito o corrección) y para nada de la dificultad que conlleva dotar de ritmo a una película de aventuras (algo que a día de hoy el cine español no ha sabido hacer ni una sola vez desde que los Lumiere proyectaran la llegada del tren hace más de un siglo).
Y es que, en efecto, la producción más cara de la industria cinematográfica española no quiere ser una película de aventuras, sino un retrato, otro más, de la decadencia del Imperio Español. Grave error si se tiene en cuenta que las novelas originales son, precisamente, narraciones de aventuras, inspiradas (y algo más), sobre todo al principio, en Los tres mosqueteros y El nombre de la Rosa (más la película que el libro) e incluso Misión Imposible. Que la gente las lee como lo que son, entretenimiento, por más que ese entretenimiento esté salpicado de una evidente amargura hacia lo que fue España y hacia cómo trató a sus súbditos. De cualquier manera no es una obra histórica, ni tampoco gran literatura. Eso es algo que a Pérez-Reverte aún le está vedado.
Pues va a ser que no.
Ya en una entrevista previa al director, Diaz-Yanes, sus declaraciones daban para la inquietud, pues sólo mencionaba la dificultad de adaptar fielmente el ambiente de Siglo de Oro (algo que, a grandes rasgos, el cine español –e incluso televisión española- ha llevado a cabo en varias ocasiones con éxito o corrección) y para nada de la dificultad que conlleva dotar de ritmo a una película de aventuras (algo que a día de hoy el cine español no ha sabido hacer ni una sola vez desde que los Lumiere proyectaran la llegada del tren hace más de un siglo).
Y es que, en efecto, la producción más cara de la industria cinematográfica española no quiere ser una película de aventuras, sino un retrato, otro más, de la decadencia del Imperio Español. Grave error si se tiene en cuenta que las novelas originales son, precisamente, narraciones de aventuras, inspiradas (y algo más), sobre todo al principio, en Los tres mosqueteros y El nombre de la Rosa (más la película que el libro) e incluso Misión Imposible. Que la gente las lee como lo que son, entretenimiento, por más que ese entretenimiento esté salpicado de una evidente amargura hacia lo que fue España y hacia cómo trató a sus súbditos. De cualquier manera no es una obra histórica, ni tampoco gran literatura. Eso es algo que a Pérez-Reverte aún le está vedado.
De nuevo, pues, más preocupación por los trajes y las poses, por los discursos solemnes y por los pasillos con reproducciones de cuadros de la época. De nuevo, pues, desinterés por la peripecia, por la trama, por los duelos a espada, por la emoción de un espectador que ha ido a verla esperando ver un tipo de producto que, evidentemente, no llega. Oportunidad también para que ciertos pesos pesados del mundillo hagan también su aparición (a veces, sólo un cameo) y muestren con tono importante que ellos también han participado en un rodaje que hará (creen) historia. Mención especial merecen Ariadna Gil, hosca y grandilocuente como de costumbre, y Pilar Bardem, que aparece apenas un minuto para volver a interpretar su eterno papel de resistente izquierdista (en este caso, una monja contraria a la pérfida Inquisición).
Diaz-Yanes decide no contar una aventura del falso capitán, sino contarlas todas. De la sensación de que han cogido cincuenta páginas de cada libro y las han pegado como buenamente han podido, sin ahondar en ninguna de ellas, mostrando tan sólo su introducción o su desenlace. Como si supieran que el público no pagaría por una segunda parte. El resultado es una historia farragosa en exceso, con continuos cambios de centro temático, saltos temporales y espaciales que impiden que el espectador se asiente en lo que le cuentan, porque en el fondo no le están contando nada, salvo, eso sí, el anquilosamiento de España, algo por lo que no ha pagado.
Diaz-Yanes decide no contar una aventura del falso capitán, sino contarlas todas. De la sensación de que han cogido cincuenta páginas de cada libro y las han pegado como buenamente han podido, sin ahondar en ninguna de ellas, mostrando tan sólo su introducción o su desenlace. Como si supieran que el público no pagaría por una segunda parte. El resultado es una historia farragosa en exceso, con continuos cambios de centro temático, saltos temporales y espaciales que impiden que el espectador se asiente en lo que le cuentan, porque en el fondo no le están contando nada, salvo, eso sí, el anquilosamiento de España, algo por lo que no ha pagado.
En cuanto al protagonista, hay que reconocer que Viggo Mortensen tiene, pelo rubio aparte, el físico idóneo para el personaje. Pero no la voz. Con esa voz aguda y, sobre todo, con ese tono de borracho o de gangoso que adopta para intentar pronunciar bien el castellano, jamás hubiera conseguido el respeto de uno sólo de sus compañeros. Cuesta mucho oírle, y más creértelo en determinados momentos debido a ese pequeño detalle. Otro tanto para Malatesta, remedo de Rochefort en las novelas, y aquí sencillamente italiano. No impone en absoluto, cuando es un personaje que debería aterrar. Sí destacan, como casi siempre, unos esplendidos Unax Ugalde, Eduard Fernandez y Antonio Dechent. No desentonan Javier Cámara, Noriega o Echanove. Blanca Portillo sí. Elena Anaya se limita a estar.
Lo mejor, el final, la rendición propuesta por el ejército francés y negada por el propio Alatriste. Dura, eficaz y llena de patetismo. El resto, cine español.