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Location: Palma, Baleares

Friday, September 29, 2006

¿Qué puede ser mejor que ver crecer la hierba?

Un chico indeciso amante de la música folklórica. Dos muchachas: las dos inteligentes, las dos decididas. Puede que una más que otra. Una novia con mal carácter. El verano. La playa. ¿Es posible crear una obra maestra – o al menos una película memorable- con estos materiales? La respuesta será afirmativa siempre que detrás de la cámara se encuentre ese milagroso anciano juvenil a quien nunca agradeceremos lo bastante el haber filmado las Comedias y proverbios o los Cuentos Morales. Por supuesto, estoy hablando de Eric Rohmer.

Rohmer jamás se librará del sambenito endosado por Gene Hackman en una película que pasará a la posteridad casi exclusivamente por la frase que le alude. “Un vez vi una película de Rohmer. Era como ver crecer la hierba.” En efecto. Y somos muchos los que adoramos ver crecer la hierba. Bien es cierto que sus últimas películas no han estado a la altura de su extraordinaria filmografía anterior, entre otras cosas, quizá, porque han abandonado el juego en el que mejor se mueve: los intrincados movimientos de la intriga amorosa en el contexto de la más absoluta cotidianeidad. Su última maravilla, al menos para este ferviente admirador suyo, fue el tercero de los “Cuentos de las cuatro estaciones”, el de verano. Una película que no me canso de revisar y disfrutar. Una cancioncilla que no dejo de tararear cuando estoy sumamente alegre.

Rohmer ha ido elaborando a lo largo de su vida un ciclo fílmico que muestra, mediante la variación relativa a partir de unas constantes determinadas, las distintas formas de encarar el mundo de los distintos tipos de personas que han atravesado las décadas que van de finales de los 60 hasta los 90. Y lo ha hecho tomando como foco el ámbito del deseo y del compromiso, el momento en que un hombre o una mujer deben tomar una decisión que, por trivial que resulte en términos generales, pone en cuestión su propia identidad como personas. Y lo hace con un envidiable tono festivo, sin grandes amonestaciones, sin sermones moralistas. Sólo con una irónica sonrisa que nunca es condenatoria o de superioridad. Sus historias se centran en jóvenes que pasan el verano en la playa, en chicas que buscan un compañero en mitad del invierno, en hombres maduros que planean una conquista sexual y en mujeres que investigan entre los hombres que las desean qué pueden aportarles ellos. Y a través de sus peripecias muestra cómo todos nosotros podemos mentirnos, traicionarnos, vendernos y humillarnos, caer en el ridículo o imponernos sobre un amigo, huir acobardados o resultar ser más valientes de lo que pensamos. Toda una teoría política y moral mostrada a un nivel extremadamente íntimo, y por ello tal vez decisivo, porque no es en los grandes discursos donde el ser humano muestra su ética, sino en las pequeñas decisiones cotidianas, y muy especialmente en aquellas que implican al otro, aquél en quien proyectamos nuestro deseo.

Rohmer logra lo impensable, esto es, poner en escena procesos invisibles del comportamiento, desplegarlos ante el espectador sin abandonar nunca su festiva ambigüedad. ¿Cuántos cineastas serían capaces de mostrar lo que él muestra en la parte central de “La mujer del aviador”? Una conversación trivial en un parque entre dos jóvenes ante la cual el espectador percibe, siempre con enorme incertidumbre, una resplandeciente historia de amor truncado. Comunicación y lenguaje totalmente disociados vagan por la pantalla esperando a que el público entienda lo que no se muestra abiertamente. Porque en Rohmer el lenguaje es una máscara, y nunca dice lo que realmente quiere expresar. Es tan sólo un camuflaje, y pocos directores, por no decir ninguno, ha conseguido como él lo hacía mostrar el subtexto de cada gesto rutinario o de la más indiferente despedida. Y siempre, como digo, con una enorme sonrisa comprensiva, aunque levemente irónica.

A todos nos gustaría estar en alguna de su playas o de sus expediciones en el campo, y mentirnos, y traicionarnos, y descubrir que no somos tan fuertes como creíamos de la misma manera y con la misma alegría con la que el suele expresarlo.

¡Amamos tanto a Rohmer!

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