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Sunday, November 05, 2006

Sobre finales Infiltrados


(Ojo: habrá grandes spoilers)

En más de una ocasión, Jorge Luis Borges manifestó su preferencia por la novela popular, la novela de género, frente a la novela culta de realismo psicológico. Decía que el supuesto respeto hacia el carácter aleatorio de la realidad del que hacia gala la primera era tan sólo una coartada para justificar cualquier capricho argumental de un autor. Sin embargo, añadía, la novela de género ofrecía la dificultad del respeto a las convenciones adquiridas. Lo realmente admirable, continuaba, era poder ser brillante sin apartarse de las normas afianzadas por la tradición.

Igualmente, existe la creencia de que un final terrible (se le suele llamar trágico, y así se le emparienta con una antigua y memorable tradición dramática, aunque no siempre son términos sinónimos) es, en términos abstractos, mejor que un final alegre. Especialmente en las historias que incluyen alguna reflexión social. Se arguye que el final feliz es evasivo, contenta al espectador y le impide actuar en consecuencia. Se considera entonces que la indignación del espectador ante la desgracia del personaje ficticio es, por el contrario, una acción social en sí misma, cuando lo habitual es lo contrario. El espectador, orgulloso ante su pathos, no realiza otra acción social que congraciarse consigo mismo por su empatía sufriente, y se marcha a casa tan satisfecho como aquél que se emociona con el triunfo del héroe. Ambos finales, por tanto, tienden a ser igualmente escapistas.

Todo esto viene a cuento del final de la historia que cuenta Martín Scorsese en su última y estupenda película THE DEPARTED (Infiltrados). Durante dos horas, la historia se mueve dentro de los márgenes del género policíaco, enfatizando el tono de divertimento, de producto gracias a las caricaturas de algunos de sus personajes, como el predecible Nicholson o el malhablado Whalberg, por no hablar de lo tópico de muchas de las situaciones que desarrolla la trama (la facilidad de Di Caprio para introducirse en la banda; la fe inquebrantable de Baldwin hacia Matt Damon, quien en la última media hora sólo le falta una camiseta con la leyenda “soy el topo” para subrayar más su condición dentro de la policía; la historia de amor a tres bandas...). Todo huele a convención, superada por el talento visual y rítmico de Scorsese y por el vitriólico humor de los diálogos y las imágenes.

Y, de repente, en los últimos diez minutos decide ponerse social, metafórico y trascendente. Desde el principio de la película se nos han mostrado los casos paralelos y desiguales de los dos protagonistas. Uno, favorecido por el mafioso, es el personaje negativo, el “malo”. Cuenta con el apoyo de la policía y es quien ostenta el poder. Otro, maldecido por el pasado de su familia, es el personaje positivo, el “bueno”. Está en desventaja, no tiene poder ni amigos en la policía, y su objetivo es vencer a Damon. En su primer enfrentamiento cara a cara, casi al final de la película, Damon (mejor, un secuaz), le pega un tiro y se acabó (o casi).

No dudo que, como dije, es un final terrible... “trágico”, culturalmente muy valorado por su “negrura” social. Incluso le reconozco que no es un final comercial, entendido como concesión al espectador. Pero es también un final muy común en cierto cine policiaco contemporáneo, y casi diría que una concesión a cierta crítica, que admirará sin paliativos la valentía de ese final (la misma crítica a quien dirige Fernando león sus películas sobre prostitutas fantásticas que recitan monólogos pseudo-filosóficos). Pero reconozcamos que, partiendo de la premisa inicial de la película, es el menos complicado de escribir, de pensar, y de realizar. Lo realmente difícil, a nivel de escritura –y ahora se entenderá mi referencia a Borges- era encontrar una salida brillante a la situación de Di Caprio, que podría haber recibido ese tiro desde el principio de la película, o al menos desde la redada en la que Damon da el golpe mortal a su protector, momento en el que la película todavía mantenía un metraje inferior a las dos horas.

Y conste que no me molesta que acabe mal. Pero sí que acabe mal así. Por un momento, mientras se abría el ascensor, pensé que sería ella la que traicionaría a Di Caprio y le dispararía. Así, al menos, se justificaría su presencia en el film, y cobrarían sentido sus referencias a la mentira necesaria “para mantener la estabilidad”. Y sería un desenlace igual de negro... pero algo más complejo. El que aparece en pantalla, sin embargo, me parece propio de guionistas perezosos que conocen las convenciones de ciertos espectadores satisfechos de su propio progresismo.